Salí de la cama y me vi puesto
un zapato de goma negra; dije: ¿Cómo? ¿Me había acostado con un zapato? Lo quité,
y debajo advertí otro zapato de goma negra. Dije: ¿cómo? ¿Dos zapatos, al mismo
tiempo, en un pie? Lo quité, y apareció otro zapato. Otro. Y otro. Todos en
diversos tonos de negro. Uno, corto y afelpado. Innumerables botines que me
sacaba medio incorporada. De sólo ese pie. Con gran destreza y gran lucha. En
un clima cinesco y reducido. Aterrada logré pensar en mi hermana –esto es una
grave enfermedad-: podría llevarme a un sanatorio. ¡Vana esperanza! No había
cura. Lo que me pasa mientras me quitaba más zapatos del mismo pie, no es
verdad, sólo parece. Y es muy difícil, sino imposible de curar lo que sólo
parece. Al fin simuló anularse todo; anduve por mi habitación en la que había más
cosas que antes, una mesa, más roperos; salí por la puerta, no del todo, la
misma… hacia la ribera de la selva de Bagladesh, donde volaban tigres con tres
metros de longitud, comiéndose a los hombres (tal si fuesen gajos), negros
murciélagos que dan a luz en el aire y en colores y dejan sus crías posadas en
la nada. Mientras navegan una luna nocturna, pero clarísima. Y la mujer de los ángeles.
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