lunes, 26 de noviembre de 2012


Salí de la cama y me vi puesto un zapato de goma negra; dije: ¿Cómo? ¿Me había acostado con un zapato? Lo quité, y debajo advertí otro zapato de goma negra. Dije: ¿cómo? ¿Dos zapatos, al mismo tiempo, en un pie? Lo quité, y apareció otro zapato. Otro. Y otro. Todos en diversos tonos de negro. Uno, corto y afelpado. Innumerables botines que me sacaba medio incorporada. De sólo ese pie. Con gran destreza y gran lucha. En un clima cinesco y reducido. Aterrada logré pensar en mi hermana –esto es una grave enfermedad-: podría llevarme a un sanatorio. ¡Vana esperanza! No había cura. Lo que me pasa mientras me quitaba más zapatos del mismo pie, no es verdad, sólo parece. Y es muy difícil, sino imposible de curar lo que sólo parece. Al fin simuló anularse todo; anduve por mi habitación en la que había más cosas que antes, una mesa, más roperos; salí por la puerta, no del todo, la misma… hacia la ribera de la selva de Bagladesh, donde volaban tigres con tres metros de longitud, comiéndose a los hombres (tal si fuesen gajos), negros murciélagos que dan a luz en el aire y en colores y dejan sus crías posadas en la nada. Mientras navegan una luna nocturna, pero clarísima. Y la mujer de los ángeles.

Marosa di Giorgio, “Membrillo de Lusana”.

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