Bienvenidos a la juventud de Flavia Garione,
una especie de Wonderland marplatense, un territorio que se explora para
levantar lo maravilloso como chicles pegados en el piso. Pero si ese lugar está
encantado es porque un grupo de chicos y chicas lo recorrieron para bañarse en
sus arroyos, cortarse las rodillas en las piedras de sus playas o comer pizza
en una plaza: en este libro, eso es la juventud, un estado caótico de
exploración que se acerca al hastío, algo que se acaba, una melancolía precoz
porque ya no se baila como antes: “No fue hace tanto en realidad/ Éramos
arrastrados por un poder maligno y bueno a la vez/ Y ahora/ Hace tiempo/ no
pasa/ no sabemos por qué/ Llega la noche y todos esperamos el momento de bailar/
pero en cambio/ cantamos canciones tristes en la casa de melisa/ hacemos
karaoke de canciones que escuchábamos con nuestras familias”.
Rodolfo Kuhn dirigió en 1962 una
película que se llamaba Los jóvenes viejos, donde unos chicos de traje (que
ahora miramos y nos parece que tuvieran cuarenta, porque la juventud no es una
propiedad estable) iban a Mar del Plata y tomaban alcohol en la playa como el
último límite –ante el mar, desconocido, frío- en el que podían encontrar una
experiencia nueva, algo que los sacudiera. Medio siglo después, Flavia escribe
poemas en el celular y se sorprende porque el fin de la fiesta no coincide con
el fin del mundo: “no lo puedo creer/ todavía es de noche/ y el
mar choca violentamente/ contra las rocas”. Este libro termina justo al borde de ese mar turbulento,
del que nada puede decirse todavía.
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