Diciembre
O1
Un día
de diciembre del 2001 iba caminando por San Antonio de Padua al medio día. Las
calles estaban desiertas y los negocios soldaban las cortinas. Me acuerdo que
pregunté qué estaba pasando y me dijeron que los comerciantes tenían miedo de
que los saqueos se trasladaran a esta zona. Ya habían saqueado supermercados en
Merlo e Ituzaingo. Al otro día mi papá fue a plaza de mayo a pedir que el
gobierno de De la Rua se vaya. Yo me acuerdo que lo vi por televisión. Los
caballos atropellaban gente y ya se hablaba de muertos. Lo vi con mis amigas y
les dije “mi papá está ahí”.
Ese iba
a ser el último año en Buenos Aires.
De la
ciudad al campo
En
diciembre del 2002 terminé séptimo grado y empezamos a guardar nuestras cosas
en cajas. La idea era ir a un lugar más tranquilo, con árboles y aire
respirable. Dejar de tomar el tren Sarmiento que ya venía mal, muy mal. Viajar
al centro era, ya en ese momento, una hazaña épica. Las autopistas también
estaban colapsadas. Recuerdo que la casa estaba vacía y que me pasaba el día
jugando de modo maniático con una raqueta de paddle y una pelota. Pasaba horas
haciéndola rebotar contra la pared del comedor. Mirando ese punto fijo en el
espacio con la mente en blanco. A veces contaba la cantidad de rebotes, a veces
no. Mis compañeros de colegio me preguntaban” ¿A dónde te mudás?” A Batán
respondía “¿Y dónde queda eso?” No sé.
Yo tampoco sabía.
El día
del flete
Un día
vino un camión. Me iba a llevar a mi gato, pero todo salió mal. El fletero
estaba un poco borracho y cuando transportaba el sillón cama, se le abrió y se le cortaron dos dedos. Tuvimos que buscar los dedos en el jardín de entrada, y
ponerlos en un tapper con hielo. Cuando volvió del hospital ya era tarde. Al gato
se le había pasado el efecto de la droga y no podía viajar. Tuvimos que dejar
al gato en la casa. Nunca más lo volví a ver.
Mañanas
campestres
Lo
primero que me sorprendió del nuevo barrio es
que ahí no funcionaba el concepto de “propiedad privada”. Las casas
tenían parques grandes y la gente pasaba por el patio del vecino sin pedir
permiso. Los animales también andaban sueltos por todos lados. Eran de todos.
Los chicos del barrio se movían como manada, siempre estaban trepados a los
árboles y cazaban pájaros. Un día que fui al almacén me preguntaron cómo me
llamaba y de dónde era. Ya me habían visto. En los pueblos se reconoce
enseguida al que viene de afuera. Les dije: soy de Buenos Aires y vine a vivir
al barrio. No les cayó bien que viniera de Buenos Aires. “Sos concheta”
dijeron. Sin embargo, a los pocos días era una más. Me subí a un árbol por
primera vez en mi vida y me regalaron una gatita nueva. Le puse “Señora” porque
era media mala. Tenía doce años.
La larga
vida de Señora como gato salvaje
Señora
murió hoy a los once años. Tengo veintidós casi veintitrés y ya no vivo con mi
familia. Volví a la ciudad. Mi mamá me llamó y me dijo “te lo tengo que decir”.
Enseguida lo entendí y le pregunté “¿cómo fue?”. Me dijo que la encontraron en
un montículo de hojas secas en el patio. Señora estaba enferma, se le hacían
lastimaduras y no se le curaban con ningún medicamento. Hace tiempo que tenía
un cuello isabelino. Sin embargo, seguía trepándose a los árboles como siempre.
También se metía en la casa de los vecinos.
Señora,
un gato antidoméstico
Señora
siempre fue hostil, pero fue mi compañera. Me recibía con maullidos cuando volvía
de la escuela y cuando lloraba por algún novio. Con mirada impasible me
reprochaba mi propia estupidez. Una vez en invierno la mordió un ovejero alemán
y la encontré dos días después en medio de unas hortensias. Sobrevivió a todo y
a todos. A lo largo de su vida se iban muriendo otros animales pero ella no. Gruñía,
bufaba, odiaba a todos los gatos de la cuadra. A veces no se dejaba agarrar y
volvía tres días después. Cuando empecé la facultad me acompañó cientos de
madrugadas. Cuando volvía de algún viaje largo siempre estaba ahí, en su lugar
favorito en el mundo, sobre el pilar de la luz, la tarde cayendo, la reina de
la cuadra.