Cuando
era adolescente y me peleaba con mi familia o algún novio, que era casi como
todo el tiempo porque me había empeñado en establecer una guerra constante, me
iba a llorar a un pino gigante que está todavía en el parque de mi casa. Es
algo tonto, pero me abrazaba al pino y lloraba. No quería resignarme a perder.
En invierno imaginaba que dentro del pino vivían un montón de duendes y que sería
lindo vivir con ellos, resguardada de la realidad. Ahora que vivo en un
departamento extraño mucho a este pino y a la naturaleza como consuelo o como
estado anímico. Me gusta la ciudad pero siento que el campo te fortalece,
porque te hace más rústico y te da una sabiduría distinta. Lástima que para
obtener más de eso haya que quedarse.
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